Por Juana Manso

«Situóse en la parroquia de Monserrat, calle del Buen Orden 123; fue dotada de todos los útiles que podían realzarla, si bien no con todos los aparatos necesarios. Se la proveyó con preciosas bancas de guindo y pies de hierro; de un magnífico escritorio, mapas mudos de Cornells; mapas de música y de historia natural. Tengo la convicción que Sarmiento la hubiera dotado mejor si los sucesos políticos no lo hubiesen arrebatado a la causa de la educación. Alguna resistencia encontraba en las familias pero que, mi consagración, desvanecía. Desde un principio debió fijarse la admisión de edades en perfecta igualdad; no se hizo así porque donde no se sabe lo que son escuelas, el éxito depende de la aglomeración de alumnos, pues se consideraban mejores las escuelas más concurridas. El rápido aumento de alumnos, afianzó el ensayo que sugirió luego la creación de una escuela idéntica, en la parroquia de la Piedad. Su preceptora, Juana Orona, fue a la numero 1 para imponerse de su gobierno y sistema. Las 3 y 4 se organizaron en otra forma. El señor Sarmiento ensayaba, aunque fallábale lo esencial: maestros y maestras.

«Como la escuela número 1 era de pura experimentación, consintióseme varios ramos, como idiomas, lecciones orales, dibujo lineal, cartones de Coe. La necesidad de sujetar mi escuela a clasificaciones establecidas para otras de varones mayores, fue un mal grave que las escuelas infantiles no alcanzan el espíritu de los grados cuarto, quinto y sexto.

«Desde un principio la llave de la enseñanza, para mí, era la pizarra grande. Allí la escritura, el dibujo; la aritmética. Después se introdujo el canto, tan conveniente para la alegría, disciplina y diversión de los niños. Pero donde apenas cabían setenta niños había tenido que recibir ciento veintidós, porque siempre que consultaba al Departamento, se me ordenaba: reciba todos los que vengan. El local de la escuela constaba de una sala de ocho varas por cinco; de otra de seis por cinco y un dormitorio de cinco varas cuadradas. A pesar de ocupar un ángulo del salón desde donde podía vigilar los otros cuartos, había niños que escapaban a mi inspección, con una ayudante que no me satisfacía. Allí funcionó la escuela dos años; habiendo exigido, el dueño, su casa, fuimos a parar a la parroquia de la Concepción, un edificio cuyo piso de baldosa no permitía clavar bancos; la mudanza, que costó quinientos pesos, se hizo a mi costa; nadie, hasta hoy, me ha devuelto aquel gasto. Tenía en aquel tiempo seiscientos pesos de sueldo.

«La escuela, en la calle Estados Unidos 314, perdió no solamente alumnos sino las ventajas materiales del local. Los techos eran bajos y a pesar de la ventilación sentíase el aire pesado; les daba, en consecuencia, diez minutos de recreo cada media hora. En ese local permanecimos cinco meses pagando de mi bolsillo, trescientos pesos mensuales por exceso de alquileres. En diciembre de 1861 mudamos la escuela a la calle Independencia 307, local más cómodo, aún cuando el piso era de ladrillo. De una sala a la calle y tres dormitorios habíase formado un salón; la altura era de cinco varas, mala luz; en el verano, pues las puertas daban al poniente, tornábase el calor insoportable. Esta mudanza que costó doscientos pesos, fue a mi costa y el exceso de alquiler, cien pesos mensuales, lo reponía de mi sueldo.

«En 1862 la inscripción subió a ciento cuarenta; vime obligada a organizar una clase alfabética de cuarenta niños, dejando cien en el gran salón de noventa y seis asientos no holgados. Pedí al departamento otra ayudante, pues cien alumnos eran demasiado para mi sola, no se me contestó, y al finalizar ese año suspendí la clase alfabética, limitando la admisión a lo que cupiera en la gran sala. La inscripción de alumnos variaba según las épocas y la salubridad.

«Aquel barrio era sumamente pobre y mala la asistencia, unas veces por inconveniente de ropas y calzado, otras por desidia. Para saber qué lucha es esa de la asistencia, necesario sería que los mariscales de la educación se tomasen la molestia de leer los "Minutos del Consejo de Educación de Londres" y los informes de los Consejos de Educación de los Estados Unidos. Mis ideas han estado, por fortuna mía, en oposición con la manera de conducir las escuelas, aquí, y digo por fortuna, porque tengo el consuelo de verlas confirmadas por los maestros de la ciencia. Yo tendí a cultivar en el niño, la espontaneidad individual, la conciencia del deber, la obediencia al principio de autoridad, la atención, la observación, la comparación, la reflexión. A pesar de no tener libertad y ser responsable de la enseñanza, me ingeniaba en cultivar los sentimientos y desarrollar las facultades. Todos los niños respondían a los pequeños problemas aritméticos del sistema Perkins y los que hacían cuentas en la pizarra, tenían conciencia del valor relativo de los guarismos y de su progresión ascendente. En el lamentable sistema de enseñar este ramo, era alguna cosa.

«Las escuelas infantiles como las primarias no deben exceder de cierto límite para dar lugar a la clasificación en grados.

«En julio de 1865 recibí una nota del Departamento, para despedir todos los niños varones de ocho años. Hice presente que, al fundarse la escuela, no se había fijado edad a la admisión; probé por la inscripción de los alumnos fundadores que los había tenido de todas edades; que en seis años la escuela nunca había tenido motivo de temer la proximidad de los sexos; estando tan adelantado el año no tendría tiempo material de remontar la escuela; y que por último, el peligro no era tan inminente para no esperar hasta noviembre, época en que las vacaciones darían tiempo para el cambio. El Departamento me contestó con la razón suprema de estos países: tenga o no tenga usted razón, haga lo que se manda. Mitad por ignorancia del jefe, mitad por el deseo de mortificarme para que dejara el puesto, la orden se cumplió.

«Nada había querido decir a mis pobres alumnos; el 31 de julio de 1865 el inspector vino a cumplir el úkase. Tengo y tendré siempre presente ese triste momento; llamados por lista, los alumnos se formaron en ala a la derecha de la tribuna donde se sentó el señor. A treinta y dos niños se les notificó la orden de pasar a otra escuela Un silencio glacial reinaba en el salón donde había noventa. Tuve un momento de honda aflicción y de íntima gloria al ver como mis pobrecitos recibieron la noticia de expulsión; bajaron la cabecita y lágrimas silenciosas corrieron por sus mejillas. Dirigíles la palabra o, más bien, intenté dirigírselas; pero el llanto anudó mi garganta y fui abrazándolos uno por uno; una fuerza ciega los arrebataba de mi lado. Por algunos minutos sólo se oyeron sollozos y el señor Inspector Estrada no pudo resistir al contagio. Mi escuela era una familia; de modo que aquella fue la separación de los hijos y de la madre.

«El resultado de aquella tropelía fue la salida de sesenta y cuatro alumnos de la escuela, unos porque eran de menor edad, otros porque venían con el hermanito, de la escuela quedó el esqueleto. Había conseguido corregir los malos hábitos de muchos de aquellos niños que me querían como a una madre, a punto de preferir los castigos en su casa antes de que yo supiera sus faltas; yo tenía palabras con que arrancarles lágrimas de arrepentimiento y mi amistad era la recompensa de la enmienda. Con el desalojo cesaron los cantos que alegraban las tareas. Conozco demasiado las cosas y los hombres de mi país para no comprender en el fondo, la persecución de aquella estúpida medida que deshacía una escuela. El sacrificio se había limitado a la mía. El 1ro. de septiembre elevé mi renuncia del cargo de maestra principal de la número 1, que me fue aceptada sin dilación, después de seis años y dos meses de servicios, cuando tan útil podía haber sido aún, a la enseñanza. En la aceptación se me daban las gracias por los servicios prestados. Di tan poca importancia a aquél documento que no sé donde fue a parar, ni el señor Fuentes era juez competente para valorar mis aptitudes ni sus palabras podían cicatrizar la herida que su proceder había abierto en mi corazón. No lo ofendan mis palabras; sabía decir misas y predicar sermones; pero de escuelas no entendía jota. «Las escuelas mixtas llegan hoy a veinte, lo que equivale a decir que la institución está arraigada; sin embargo, no son lo que deberían ser, pues no son escuelas infantiles, sino de mujeres y de niños chiquitos, con un empeño particular de entregarlas a la Sociedad de Beneficencia para no crearles una inspección que traería sus inconvenientes.

“Las escuelas deben se todas de ambos sexos, no importa la edad; lo que necesitamos son maestros y maestras competentes”.
Juana Manso